Evaluando al evaluador: razones técnicas, jurídicas y políticas en la evaluación de impacto ambiental de proyectos

AuthorAgustín García Ureta
Pages29-63

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I Introducción

Aunque su fundamento, su objeto y su fin están perfectamente documentados, la evaluación de impacto ambiental de proyectos (EIA) suscita cuestiones controvertidas en muy diversos frentes. En el plano de la regulación son bien conocidos los problemas derivados de la tardía o defectuosa transposición de la Directiva 85/337 y de sus sucesivas modi-ficaciones así como, ligado a ello en buena medida, la delimitación de los concretos proyectos sometidos al ámbito de aplicación de esta técnica. En el ordenamiento interno, no menos discusiones han suscitado asuntos organizativos (reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas) y procedimentales (articulación de la evaluación dentro del procedimiento sustantivo, progresiva incorporación de exigencias de participación, naturaleza jurídica de la declaración de impacto ambiental, su impugnabilidad, su eficacia, etc.) Este enfoque, sin duda necesario, ha reclamado agotadores esfuerzos que, por una parte, han posibilitado indiscutibles avances de técnica normativa pero que, por otra parte, parecen haber sustraído energías que resultaban muy necesarias también para el análisis crítico no ya de la norma sino del resultado que depara su efectiva apli cación.

Y eso que las «quejas sobre la deficiente aplicación del mecanismo evaluador» están ya presentes desde muy temprano tanto en España (ROSA MO-RENO, 1993: 171) como fuera de ella (GARCÍA URETA, 1994: 134). Tan es así que, aunque durante mucho tiempo ocuparían en el discurso jurídico una posición marginal, en términos generales ya se había observado que esta es una técnica «necesitada de una mayor calidad en aras de la credibilidad de la propia evaluación», cosa que exige «una aplicación práctica rigurosa», para evitar su conversión en «papel mojado» (RAZQUIN LIZARRAGA, 2000: 296). Más aún, «tal y como viene manifestándose, esta técnica sirve solo para prestar una apariencia respetable a decisiones previamente tomadas y care-ce casi siempre de la imprescindible credibilidad» (FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 2000: 3434). A juzgar por estas y otras opiniones, se diría que la regulación no está tan mal pero que su aplicación práctica no contenta ni a quienes ven en la EIA un estorbo para su peculiar concepción del «progreso» ni tampoco a quienes esperan de ella la solución mágica de enconados conflictos ambientales.

Para ilustrar este planteamiento podrían ponerse muchos ejemplos en los que la EIA defrauda tanto por defecto como por exceso. Pero bastará aludir aquí a lo sucedido no hace mucho con un proyecto de gran envergadura. Se trata del almacenamiento subterráneo de gas natural «Castor», situado en el subsuelo del mar a 21 km aproximadamente de la costa entre Castellón y Tarragona, que había obtenido declaración de impacto ambiental favorable pese a que no se hicieron los oportunos estudios de sismicidad que previsiblemente hubieran evitado todo lo que después pasó. Incluyendo que, sin

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esperar a depurar responsabilidades, se indemnizara al promotor con una cantidad multimillonaria1.

Por supuesto, la perspectiva aquí adoptada se presta a tratamientos metodológicos muy distintos pero, descartando otras aproximaciones concurrentes, aspira a completar y poner al día las reflexiones jurídicas que en los últimos tiempos ya se han empezado a hacer sobre la «calidad» de las evaluaciones que se practican. En realidad, esta noción de calidad engloba a su vez aspectos muy diferentes empezando, desde luego, por la cualificación profesional de los autores de los estudios de impacto ambiental, el tratamiento que se dispensa a las aportaciones de los participantes, la independencia de criterio de los funcionarios competentes, la racionalidad de las decisiones finales, etc. Pero se parte aquí de la premisa de que todo eso serviría de poco si no existen unos determinados parámetros de fondo que permitan controlar —llegado el caso, en sede judicial— si la evaluación está bien hecha o no.

En este sentido, conviene tomar como punto de partida la afirmación según la cual «la normativa de EIA es una normativa puramente procedi-mental que carece de reglas sustantivas de obligado cumplimiento». Según esta visión, la EIA «obliga a identificar, describir y evaluar de forma apropiada todos los efectos directos o indirectos del proyecto sobre el medio ambiente, pero no dice nada sobre qué impactos resultan incompatibles con el desarrollo del mismo. Este tipo de reglas se encuentran a veces en otras normativas (como, por ejemplo, la de IPPC) y, en estos casos, la EIA exige o presupone lógicamente su cumplimiento, pero la función de la EIA no se limita a comprobar el cumplimiento de las reglas sustantivas contenidas en la legislación ambiental sectorial. En la EIA normalmente hay que hacer también alguna valoración de cuestiones sobre las que no existen reglas de obligado cumplimiento, y en todos estos aspectos, la EIA constituye, por definición, meramente un juicio, un informe no vinculante para la autorización o aprobación del proyecto» (VALENCIA MARTÍN, 2009: 75). Así pues, «la EIA (máxime si se hace de manera rutinaria) aporta escaso valor añadido y tal vez sería prescindible. Dicho de otra forma, para lo que debe servir una EIA, además de para exigir el cumplimiento de la normativa que resulte de aplicación, para lo cual ya están las autorizaciones ambientales, en este caso la AAI, es para discutir sobre la conveniencia o no de llevar a cabo el

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proyecto y para plantear alternativas de emplazamiento. Si no se hace tal cosa, la EIA resulta superfiua. Lo que ocurre es que este tipo de decisiones estratégicas muchas veces han sido previamente tomadas (por ejemplo en los planes urbanísticos) antes de iniciarse la ejecución de un proyecto, de ahí que no vuelvan a plantearse con motivo de la EIA» y de ahí, también, «la importancia no tanto de la EIA que apenas aporta nada a la AAI como de la EAE» (VALENCIA MARTÍN, 2009: 81).

Esta aproximación resulta, en verdad, muy sugerente. Obliga a situar el debate en su premisa inicial que es, precisamente, la de confirmar si existen o no «reglas sustantivas de obligado cumplimiento» o, en la terminología aquí empleada, parámetros de fondo que limiten la discrecionalidad del evaluador (II). Téngase en cuenta que esta es la clave para no caer en el fetichismo como único argumento, político, para su defensa porque, en el plano jurídico, solo si tales parámetros existen será factible apreciar si la evaluación no solo se ha realizado sino también, lo que es más importante, si se ha hecho correctamente que es lo que, en última instancia, permite aplicar con plena legitimidad las consecuencias que con aparente rotundidad la ley contempla para tales situaciones (III). Por este camino se acaba comprobando que todo depende de cómo se articulen por el legislador las razones técnicas, jurídicas y políticas en el proceso de evaluación (IV).

II En busca de parámetros de fondo que limiten la discrecionalidad del evaluador
1. En Derecho (comunitario) europeo

Desde un primer momento se observó entre nosotros que «la Directiva se centra en aspectos procedimentales más que en los substantivos» (GARCÍA URETA, 1994: 151). Precisamente por esta «ausencia de determinaciones materiales» se criticó en la doctrina del Derecho comparado la «falta de estándares y criterios firmes» para el conjunto de la entonces Comunidad Económica Europea (MONTORO CHINER, 2001: 180). Con posterioridad, la propia Comisión Europea ha confirmado que la Directiva «solamente establece el procedimiento a seguir en la evaluación de impacto, no se pronuncia en cuanto a cuestiones de calidad y no concede a la Comisión ningún poder real de control de los resultados finales de la evaluación» (RAZQUIN LIZARRAGA, 2000: 23; NIETO MORENO, 2011: 92). Tampoco hay complementos normativos europeos que hayan venido a alterar esta situación: las guías de evaluación de impacto que en algún foro se han invocado indebidamente a estos efectos están destinadas al personal de la Comisión encargado de la preparación de los análisis de impacto requeridos para la elaboración de cierta legislación comunitaria2. De este modo, es comprensible que en la

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abundante jurisprudencia del Tribunal de Justicia recaída sobre la aplicación de la Directiva EIA no se encuentren pronunciamientos que se enfrenten directamente con esta cuestión (ALENZA GARCÍA, 2009, y EMBID IRUJO, 2012). Excepción a esta regla es la importante STJ de 24 de noviembre de 2011 (C-404/09; Comisión c. Reino de España), sobre la que se ha de volver más adelante (infra III.3.1).

De momento, importa retener que en los factores que obliga a considerar y en la configuración que la Directiva hace del estudio de impacto ambiental (EsIA) se...

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