Capítulo I. El imperio entre reformas y revoluciones

Pages43-81
Capítulo I
EL IMPERIO ENTRE REFORMAS
Y REVOLUCIONES
S: 1. Reaccionar ante la crisis y el miedo: antes de Constantino hay un Diocleciano. –
2. Reformar bajo el signo de la tradición: el ordenamiento constitucional y adminis-
trativo. – 3. El fisco y la política monetaria. – 4. Entre vínculos, privilegios y espías.
¿Hacia una sociedad ‘enyesada’? – 5. El colonato. – 6. El patrocinio. – 7. Caminos
de fuga: el ejército, las brigadas y su represión. – 8. La «gran persecución» y sus mo-
tivos. – 9. El fin de la Tetrarquía y el advenimiento de Constantino ‘el Revoluciona-
rio’. – 10. Una nueva capital y una nueva religión para un Imperio por reunificar. El
signo de la conversión. – 11. Constantino y los cristianos. El cisma de los donatistas.
– 12. De Arlés a Nicea: el Emperador Obispo.
1. REACCIONAR A LA CRISIS Y AL MIEDO: ANTES DE
CONSTANTINO HAY UN DIOCLECIANO
El advenimiento de Constantino al trono imperial en el año 306, ha sido conside-
rado tradicionalmente como un punto de no retorno en la Historia del Mundo antiguo,
así como el inicio de una Nueva Era 1. La apertura y el apoyo ofrecido al cristianismo
(aa. 312; 313; 318-33), la fundación de una nueva Roma (Constantinopla; a. 330)
con el consiguiente traslado a Oriente del centro de gravedad político, las importan-
tes reformas en el ejército, en la administración y en la economía durante un reinado
prolongado por más de treinta años; en efecto, marcaron profundamente al Imperio
y sus eventos sucesivos. Por mucho tiempo, los expertos se han dividido entre los
que exaltaban la fe y la visión de Constantino, y quienes, más bien, preferían poner
en evidencia la astucia política y el gran oportunismo, o la naturaleza de un cínico y
cruel autócrata. En todo caso, unos y otros han reconocido en él un ‘revolucionario’,
mientras dan a esta definición tonos un tanto diferentes: en positivo (Constantino ha-
1 Precisamente la «era constantiniana», como ha querido bautizarla el profesor Santo Mazzarino,
en un famosísimo libro, que con toda justicia figura entre los más geniales expertos de la época tardoan-
tigua (1.2).
44 LUCA LOSCHIAVO
bría salvado el Imperio infundiéndole nueva energía y abriéndose con valentía a las
novedades sugeridas por el mundo a él contemporáneo) y en negativo (habría sido el
corruptor del Estado y el disipador de las tradiciones y de la virtud romanas, más allá
de los recursos financieros del Imperio).
Claro que tanta disparidad de juicio tiene su origen en las fuentes tardoantiguas
que, inevitablemente, reflejan la ideología de sus autores y su inclinación por el cris-
tianismo o más bien, por la defensa de las tradiciones 2. El mismo origen en la difun-
dida costumbre de oponer netamente la figura de Constantino a la de Diocleciano,
que también han heredado los historiadores posteriores.
En realidad, si se excluyen las diferencias en materia de política religiosa y lo
que de ella logran en términos de la configuración del poder; el común de los objeti-
vos de fondo y las líneas de continuidad que unen las acciones de gobierno de ambos
soberanos son bastante evidentes. Puede decirse también que la política de Constan-
tino fue, en muchos aspectos, la natural prosecución de la de su predecesor 3; ambos
quisieron reaccionar con todas sus fuerzas a la gravísima crisis heredada del siglo
III: una crisis política, institucional, militar y económica, al tiempo que ponía en
serio peligro la existencia misma del Imperio. Millones de personas tuvieron la clara
percepción de que Roma no era tan eterna como se había querido creer y que verda-
deramente su historia pudiese haber terminado. Ante aquel pensamiento, muchos ro-
manos fueron presa de consternación y no es sin alguna razón, que los historiadores
del arte acostumbran hablar de ‘generación de la angustia’ para describir a quienes se
encontraron viviendo en aquella época atormentada.
Precisamente, de alguna manera unir a Diocleciano y Constantino conlleva la
voluntad de oponerse a la crisis y sensación de miedo. Resulta difícil brindar un
juicio a secas, en términos positivos o negativos, a propósito de las medidas adop-
2 En las palabras que Amiano Marcelino, el mayor historiador del siglo IV, pone en labios del em-
perador Juliano (v. infra, II, n. 37), su tío Constantino es llamado «innovador y perturbador de las leyes
de los padres y de las tradiciones recibidas de tiempos antiguos». Amerita repetir aquí cuanto escribe a
propósito Cameron (1.5), p. 66: «Constantino es una de las figuras más significativas de la historia de la
Iglesia cristiana; dada la importancia de esta última en nuestra cultura, incluso aquellos estudiosos que
se muestran en apariencia neutrales, revelan a veces la existencia de una orientación escondida».
3 En resumidas cuentas, las figuras de Diocleciano y Constantino parecen además querer recla-
mar los éxitos y los fracasos por ambos obtenidos. El uno y el otro, efectivamente, lograron reafirmar la
potencia militar de Roma, garantizar la seguridad de las fronteras y el orden interno del Imperio; y ase-
gurar continuidad, estabilidad y seguridad económica a las acciones de gobierno por largos decenios.
Por otro lado, ni el uno ni el otro estuvieron en grado de frenar el curso de la inflación o de impedir el
progresivo empobrecimiento de las clases medio-bajas. Ninguno de los dos emperadores tuvo éxito en
sus respectivos intentos por asegurar una sucesión al trono ordenada o incruenta: si en efecto, Diocle-
ciano pudo, aún en vida, asistir a la desintegración del sistema tetrárquico (v. infra), la repartición del
Imperio anhelada por Constantino, estuvo también frustrada por la codicia de poder de sus hijos (infra,
II, n. 51). Finalmente, si bien es cierto que la política religiosa de Diocleciano pudo haber fallado, ni
siquiera puede decirse que Constantino haya tenido gran éxito en su intento de lograr la unidad del cris-
tianismo; porque a su muerte, no se hallaba más unido de lo que pudo haberlo estado al momento en que
ascendió al trono.
LA ÉPOCA DE LA TRANSICIÓN 45
tadas por ambos. Más bien se puede decir con cierta seguridad que fue gracias a los
esfuerzos de Diocleciano y luego de Constantino que el Imperio logró levantarse y a
proseguir su propia existencia por otro siglo y medio en Occidente y, por un tiempo
mucho más largo en Oriente. Tampoco se puede dudar que después de Diocleciano y
Constantino el Imperio aparezca radicalmente transformado, además de sus ajustes
institucionales, en su estructura social y en su dimensión cultural.
Naturalmente, con ello no se quiere negar el significado ‘revolucionario’ del rei-
nado de Constantino. Simplemente, se quiere subrayar que la ‘revolución constanti-
niana’ no puede ser comprendida a plenitud sin considerar al mismo tiempo, el pode-
roso esfuerzo anteriormente consumado por Diocleciano en un intento –contrastante
sólo en apariencia– por recuperar la tradición y reanimar desde sus fundamentos, las
estructuras que soportaban el Imperio.
2. REFORMAR BAJO EL SIGNO DE LA TRADICIÓN: EL
ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL Y ADMINISTRATIVO
La coronación de Diocleciano a fines del 284 había puesto fin al medio siglo
durante el cual, entre crisis económicas y continuas guerras, a lo externo como a lo
interno, se habían sucedido una treintena de emperadores (legítimos o usurpadores)
casi siempre escogidos por los ejércitos y con mucha facilidad eliminados por los
mismos ejércitos (la llamada ‘anarquía militar’). En el curso de aquellas largas déca-
das, la sociedad romana había debido tomar conciencia de algunos cambios impor-
tantes: fundamentalmente, ahora el Imperio era una monarquía militar muy lejana
del ideal cultivado durante el Principado y la guerra –una guerra enfocada no ya en
conquistar sino simplemente en defender los confines–, se convirtió en una condi-
ción casi permanente e insuperable.
Tan pronto como llegó al trono, aquel experto oficial originario de la Iliria, se
dedicó presto y con gran energía al intento de recuperar la fuerza y compacidad del
Imperio. La primera emergencia fue la defensa de las fronteras. Consciente de que la
propia extensión requería compartir la tarea con otros, Diocleciano nombró, prime-
ramente César y luego Augusto (a. 286), a su amigo y valiente general, Maximiano.
Por algunos años las suertes del Imperio fueron así delineadas por una Diarquía; no
una repartición territorial, sino una división de tareas, sobre todo militares, entre los
dos soberanos. En el fondo, Diocleciano proponía de nuevo el mismo principio de
colegialidad que siempre había jugado un rol importante en la historia constitucional
romana. Particularmente, debía haberse inspirado en la precedente y brillante expe-
riencia que por allá un siglo antes, había visto asociados en el trono a los ‘divinos
hermanos’ Marco Aurelio y Lucio Vero.
Sin embargo, los tiempos habían cambiado y Diocleciano estaba muy consciente
de ello: el carácter militar de su monarquía exigía el respeto de un orden jerárquico

To continue reading

Request your trial

VLEX uses login cookies to provide you with a better browsing experience. If you click on 'Accept' or continue browsing this site we consider that you accept our cookie policy. ACCEPT