Capítulo IV. La cultura jurídica

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Capítulo IV
LA CULTURA JURÍDICA
S: 1. Una tarea por realizar: conservar y transmitir. – 2. Roma sin el Imperio. La
vida continúa. – 3. Justiniano rompe la continuidad: la (re)conquista, el nuevo
Derecho, la reapertura de la Escuela. – 4. La enseñanza de las Novelas y la ‘ba-
rrera’ lingüística. – 5. Después de Justiniano. – 6. Gregorio Magno y la construc-
ción de una ‘cultura de gobierno’. – 7. El reino de Toledo e Isidoro de Sevilla,
entre política, religión y renacimiento cultural. – 8. El puesto del Derecho en la
Enciclopedia isidoriana. – 9. Un modelo para todo proceso. El juez y las partes. –
10. La fase probatoria. La centralidad de los testigos. – 11. Punto y aparte.
1. UNA TAREA POR REALIZAR: CONSERVAR Y TRANSMITIR
Hasta aquí, hemos recorrido los hechos históricos que, durante los siglos III, IV y
V han visto la construcción grande y majestuosa del Imperio Romano transformarse
radicalmente, bajo el impulso de fuerzas internas y externas, hasta la disolución ma-
terial de su parte occidental.
También vimos –llegando a rozar los siglos VI y VII– la acción potente del
Cristianismo y la no menos incisiva de los bárbaros: uno y los otros, inicialmen-
te extraños al Imperio, llegaron sin embargo a ligar profundamente sus destinos
a éste, hasta apoderarse de aquel edificio y a proclamarse, no sin ciertos forza-
mientos, sus herederos ideales. La configuración concreta de tal herencia –en otras
palabras, la decisión sobre qué conservar del pasado, cómo transmitirlo y cuál
uso darle– constituye quizás el aspecto más interesante de la Época de la Tran-
sición. Puesto que nuestra curiosidad atañe en particular al mundo del Derecho,
ya es tiempo de dirigir la atención más específicamente a la cultura jurídica en su
conjunto.
Pero ¿cuál es el significado que daremos a esta expresión en aquella época tan
agitada? Y en verdad ¿puede hablarse de «cultura jurídica» aún cuando, en Occiden-
te, el Imperio fue sustituido por la Europa de los bárbaros? Me apuro a decir que la
segunda pregunta es legítima con respecto a la última fase de la Época de la Transi-
196 LUCA LOSCHIAVO
ción, la que coincide con el inicio de la Edad Media. En lo que atañe a la Antigüedad
Tardía, los esfuerzos de los historiadores-juristas de los últimos cincuenta años han
demostrado ampliamente que ni siquiera es del todo correcto hablar de decadencia.
En efecto, las obras que han llegado hasta nosotros (supra, Excursus I) revelan en
sus autores una vitalidad y una conciencia de la tarea a realizar –trasladar a una rea-
lidad diferente aquella tradición cuyo valor se percibe perfectamente y al que no se
quiere renunciar– que no dejan dudas sobre la consistencia y la importancia de su
cultura jurídica.
En cambio, no podemos estar tan seguros en relación con el período siguiente.
Por mucho tiempo, observando los testimonios que nos han dejado las sociedades
que se formaron en el continente europeo en el curso del V siglo y que luego cre-
cieron en los siglos VI y VIII, parece en efecto que la «ley de la espada» prevaleció
ampliamente sobre el derecho. Se ha notado cómo incluso las mentes más elevadas
del tiempo valoraron muy poco las capacidades de los hombres para autorregularse
y depositaron más bien toda esperanza de construir un mundo mejor, en la elevación
del sentimiento religioso.
Ciertamente, si miramos el Occidente protomedieval con los ojos llenos, to-
davía, de los resultados alcanzados por la cultura jurídica romana (esta última
estación hecha igualmente, de simplificaciones y reacomodos y, de tratamientos
elementales), el panorama aparece desolador. Las leges barbarorum parecen, en
comparación, poca cosa y aun frente a los esfuerzos más elevados como el Brevia-
rium de Alarico II, incluso se ha dudado de su efectividad, imaginando que estos
textos fueron simples monumentos celebrativos, privados de verdadera importan-
cia en la práctica cotidiana. En realidad, si se tiene la paciencia de esperar que el
ojo, todavía deslumbrado por el resplandor de la jurisprudencia romana, se habitúe
a la oscuridad de la Europa postromana, se alcanza a percibir los fermentos de algo
nuevo que se va formando. Se verá cómo resulta incluso legítimo, hablar de un
pensamiento jurídico que se concentra sobre los problemas nuevos y es capaz de
elaboraciones originales.
Sin embargo, antes de dejar definitivamente el ‘revolucionario’ siglo IV, hay al-
gunas cosas que debemos observar. Durante el Dominado –como recordaremos– el
Príncipe se presentaba como única fuente del Derecho (y al menos desde Teodosio
II también como inspirador de compilaciones sistemáticamente ordenadas y con ca-
rácter autoritativo). Sin embargo, el Emperador no estaba solo en la escena. Estaba
rodeado de otros coprotagonistas, cada uno de los cuales era portador de instancias
específicas y capaz de ejercitar presiones a las que era difícil resistir. Con Constan-
tino y luego todavía más con Graciano y Teodosio I, las jerarquías eclesiásticas asu-
mieron un papel propositivo dentro del ordenamiento. La relación entre Ambrosio y
Teodosio ha evidenciado la relevancia y la eficacia de este rol y fueron un ejemplo
para otros obispos y soberanos, como lo demuestra el caso de Remigio y Clodoveo
(supra, III §15). Los cristianos eran depositarios de su propia Ley (lex christiana) y
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pretendían que la comunidad política se conformarse con dicha Ley. Por lo demás,
una comunidad que a sus ojos, solo podía ser ‘romana’ y ‘católica’ 288.
Menos aparente, pero igualmente capaz de hacer sentir sus propios derechos,
estuvo luego el elemento provincial. El impulso homologatorio proveniente de los
centros políticos y religiosos del Imperio ‘católico’ (en el sentido de ‘universal’)
chocaba con las muchas realidades locales dentro del Imperio mismo, que se mos-
traba decidido a conservar las respectivas individualidades. En suma, las periferias
estaban en grado de ejercitar a su vez un impulso contrario al que provenía desde el
centro. Con frecuencia el legislador estaba obligado a enfrentarse con estas singu-
laridades y con estas resistencias que se manifestaban bajo la forma de costumbres.
Se presentaban, sin duda, más fuertes en la pars Orientis, pero tampoco faltaban en
Occidente.
Por cierto que este tipo de presiones y resistencias no era ninguna novedad. Mu-
chas veces los romanos las habían advertido durante la amplia fase expansiva de la que
habían sido protagonistas. En este sentido, había sido fundamental la función de ‘cola-
dor’ (es decir, de filtro y de mediación) desarrollada desde la Antigüedad por el pretor
y los iurisperiti. En el ínterin muchas cosas habían cambiado, pero aquella función
continuaba en manos de los juristas, que aún habiendo mutado en algunos aspectos, no
habían desaparecido del todo. En su obra de selección y sistematización del material
normativo y jurisprudencial, los juristas tardoantiguos no dejaban, como se ha subra-
yado varias veces, de desarrollar también aquel oscuro pero precioso trabajo de moder-
nización y adaptación –si se quiere, de ‘vulgarización’– tan necesario para la práctica
(un esfuerzo sin el cual sería difícil para nosotros explicar la capacidad de resistencia
de las tradiciones del Derecho Romano en Occidente aun cuando –caído el Imperio–,
este Derecho pudo continuar existiendo solo bajo la forma de costumbre).
Es preciso luego considerar que la mayor parte de la producción jurídica en la
etapa que desde Diocleciano llega hasta Justiniano, sea de origen occidental. Si esto
nos afirma la existencia de juristas occidentales, también demuestra que en esta parte
del Imperio debían existir también las condiciones para su formación. Sabemos que
al menos hasta la segunda mitad del siglo IV, las Escuelas occidentales y sobre todo
la de Roma, gozaban de un elevado prestigio y atraían estudiantes de distintas partes
del Mundo romano 289.
Sin embargo, mientras en Oriente la Escuela de Beirut y la flamante Escuela de
Constantinopla (a. 425) adquirían mayor fama y aseguraban un nivel de preparación
288 Michel Banniard (4.3), pp. 182-183, justamente ha escrito que «‘romanidad’ y cristiandad han
terminado por compenetrarse quizá más que destruirse recíprocamente». Pero al mismo tiempo, este autor
aprovecha el uso ideológico de la tradición latina que inspira, p.e. en Ambrosio –propiamente en los años
de enfrentamientos violentos con la corte imperial– la invención literaria de los himnos que los fieles
(también los iletrados) cantan en la iglesia, galvanizándose con la sola fuerza de la palabra con ritmo.
289 Además de la Romana, a inicio del siglo IV existían Escuelas de Derecho en Cartago y Salona
(en la Dalmacia).

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