Epílogo. 2010: el año del salto europeo hacia su futuro. Necesitamos construir y comunicar la Unión Europea que nos espera

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Ni siquiera había transcurrido un año de su entrada en vigor y el Tratado de Lisboa tuvo que ser reformado para adecuarse a la realidad, al tiempo presente, a las necesidades actuales. ¿Podemos creer en una Europa que camina de la mano del pasado? ¿Queremos pertenecer a un proyecto que nos es ajeno? ¿Deseamos participar en la construcción de la Unión? ¿Creemos en sus posibilidades? ¿Confiamos en quien nos representa? ¿Quién lidera Europa?

La duda planea últimamente sobre las respuestas a algunas de estas preguntas, rebatibles, otras cuentan con un ‘sí’ rotundo. Un ‘sí’ a avanzar en la construcción europea pero previendo retos futuros y estableciendo medidas que permitan, como mínimo a medio plazo, garantizar una senda segura para todos. En ese camino hay muchos pasos que dar, con las normas nos rigen y las que se elaborarán, de la mano de los valores que impregnan a la Unión. Porque ellos son su principal activo en el contexto internacional y que deberían hacer hablar a Europa en el mundo, ante los conflictos que desestabilizan y destruyen países y sobre los cambios que hay que realizar en otros que esperan, manifestación en plaza, democracias que los gobiernen. Túñez, Egipto o Libia son ejemplos recientes, en el primer trimestre de 2011 -cuando se finalizó este libro-, en los que la respuesta de la Unión Europea se hizo esperar, una posición contundente abanderada por la paz, la libertad, la solidaridad que enarbolan sus principios, porque desde un papel no pueden hablar solos. Necesitamos una voz que los proclame, y no la tenemos. Falta carisma, falta una cara que nos represente. De poco sirve que el Tratado de Lisboa contemple instrumentos de acción exterior si no la hay. De nada vale que se establezca una presidencia estable de la Unión si quien la ejerce poco dice, o dice mucho pero poco trasciende. Quizá pocos ciudadanos conozcan el nombre y el rostro de quien lidera la Unión dentro de ella, más allá de sus interlocutores y expertos en la materia. Seguro que muchos menos saben quién es la representante de la Política Exterior de la Unión Europea, incluso fuera de ella. ¿Quién es el responsable, o los responsables, de este liderazgo europeo tan descafeinado? Puede que todos seamos culpables, los aludidos por no saber, o no poder, ser las cabezas visibles de la Unión, los políticos por disputarse un protagonismo que acordaron ceder, los

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medios de comunicación por no proporcionar tiempos y espacios a los primeros, y los ciudadanos... Los ciudadanos no sabemos a quién creer y hemos perdido el interés por intentarlo, las cacofonías aturden y las timoratas diplomacias confunden hasta al más interesado, ofendido por la impotencia.

Ésta es la perspectiva más crítica, escéptica incluso, propia del miedo a lo desconocido, o del temor a afrontar precisamente la crítica, las consecuencias de decidir, los daños colaterales. Pero hay otra forma de construir y de comunicar la Unión Europea, superando los errores cometidos, para intentar no volver a caer en ellos, o por lo menos, para evitar que sean los mismos.

Creo que quienes primero han de tomar nota de la indiferencia de los ciudadanos son quienes los gobiernan. Parece obvio, y sin embargo el déficit democrático de la Unión es sorprendente y alarmante. Sorprende, en primer lugar, porque los Veintisiete no funcionan unidos, como se les supone, y por tanto las suspicacias van haciendo mella en el sentimiento colectivo de los europeos. Tenemos unas reglas de juego con muchas trampas consentidas y poco disimuladas, evidentes cuando los líderes europeos se sientan a negociar a la misma mesa pero con distintas barajas. Reino Unido lanza un órdago, Francia envida, Polonia va de farol, España no lo ve y Alemania, harta, levanta el tapete y reparte de nuevo las cartas, esta vez las suyas.

Necesitamos un líder europeo que sepa lo que necesita la Unión y lo lleve adelante. Como hizo la canciller alemana, Ángela Merkel, en 2007, cuando se impulsó, se negoció, se acordó y se firmó el Tratado de Lisboa. Era manifiestamente mejorable, a la vista de las circunstancias que nos superaron, y las que vendrán, pero no había tiempo para más. Merkel propició, con mucho tesón y ruda diplomacia, y con la imprescindible ayuda del presidente francés, Nicolas Sarkozy, un acuerdo en torno a la necesidad de acordar. Y lo consiguió, no sin algún disgusto y casi sin paciencia. Los europeos, o mejor dicho, los franceses, alemanes, ingleses, polacos, españoles, belgas, holandeses... han de recorrer todavía el camino de pensar como europeos. Y para ello habría que señalar el camino, en primer lugar, a los políticos. El poder retiene a muchos de ellos en el sillón donde acomodar un nacionalismo de Estado que no tenga frío en el salón europeo, precisamente donde los...

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